¿Y ahora qué hago con los mexicanismos?
La escritora María Victoria ha
publicado varias novelas y cuentos breves y ahora está trabajando en
una serie de cuentos infantiles sobre México. Su interés por escribir
para niños y jóvenes hizo que se afiliara a SCBWI hace varios años. Aquí
ofrece su particular postura ante el dilema de la elección de cierto
vocabulario en español, para que los libros alcancen de manera
mayoritaria a los lectores de habla hispana, respetando la riqueza y
diversidad de cada cultura.
"María, quítale los mexicanismos a tu novela, de otra forma aquí en España nadie te va a publicar”. Así decía el e-mail de mi agente literaria de Barcelona cuya labor, por ese entonces, era encontrarle un editor a mi segunda novela Más allá de la justicia.
Eran las cinco de la mañana y apenas me sentaba a escribir y a saborear mi primera taza de café. A esas horas insólitas de la madrugada suele visitarme mi comadre, la Musa. Mis amaneceres siempre han sido de ella. Ese día me levanté inspirada, ansiosa por continuar mi tercera novela La Casa de los Secretos – una historia de amor durante el siglo XIX. Lo último que se me antojaba era tener que pensar en aquella otra novela, la ya parida, la que tan pronto mandé a mi agente sepulté en campo santo del olvido. Pero ahora ahí estaba ella, reviviéndola con esa correspondencia que además, no entendí. ¿Qué querría decir? ¿Que hiciera yo qué???
Me quité los lentes, los limpié con la manga de mi bata, y repasé esa palabra tan peculiar: mexicanismos. El café de pronto me supo ácido. ¿Se estaría refiriendo a las majaderías de mi protagonista, Sofía, la abogada mexicana? ¡Pero si no puede hablar de otra manera! pensé, defendiéndome. Sofía es de Boca del Río, pueblo de pescadores donde las groserías son el sazón de la lengua. Quitarlas de la narración sería como guisar frijoles sin epazote. O como freír una tortilla sin patatas – para que mi agente me entendiera. Pero quizás eso no era lo que me estaba pidiendo.
Quizás el problema eran los dichos rancheros que a propósito había salpicado en el diálogo, para recalcar el punto de mi orador, y de paso, honrar a mi patria. Y eso…diríamos que es parte de mi estilo narrativo. Algo que nadie le reclama a los grandes, sean de Colombia o de China. Pero claro, yo no soy de las grandes y ahí estaba la prueba. Según mi agente, nadie en la Madre Patria apostaría por mi novela por aquello de los mexicanismos.
Se me subió el indio. Es decir: me enojé. Nunca antes había recibido comentario parecido, ni de mis lectores, ni del sinnúmero de editores (de todas nacionalidades) que han revisado mi trabajo. Pero además, si era cierto que los mentados “mexicanismos” fueran tanto problema, entonces, quería yo saber ¿cómo era que aquél mismo texto había quedado en tercer lugar del Premio Planeta de Novela? Habían competido un total de 509 novelas al galardón mejor dotado de las letras españolas, y 85 de ellas venían de Latinoamérica: 25 de Argentina, 18 de Perú, 16 de México, 12 de Chile, 9 de Venezuela, 8 de Colombia, 5 de Bolivia, 4 de Costa Rica, 3 de Uruguay, 2 de Cuba, 2 de Puerto Rico, 2 de Ecuador, 1 de Paraguay y 1 de Guatemala. El resto provenían de España. El primero y el segundo lugar lo habían ganado dos españoles, pero atrás de ellos, en tercer lugar (o la última que eliminaron) estaba Más allá de la justicia. Con todo y sus mexicanismos.
Me dirigí a la cocina cavilando el asunto. Me serví otra taza de café y salí a la terraza a consultar con la Luna, siempre serena. Suele aplacar mis humores. No tenía por qué enrollarme en mi bandera mexicana y revivir la conquista, razoné. Mucho menos cuando el consejo venía de mi agente quien, sin duda, quería lo mejor para ambas: publicar la novela.
Decidí ignorar el correo. Regresé al escritorio, encendí mis velitas aromáticas, subí la música de inspiración, y comencé una vez más a acariciar las teclas, tratando de seducir a la Musa. Pero no. No hubo manera de retroceder al año 1847, a la antigua ciudad de Oaxaca, donde acontece la trama. La palabra mexicanismo brincaba entre los párrafos, picoteando a mi comadre quien finalmente se hartó y se largó a ayudar a otro escritor en alguna otra parte del mundo. Quizás a Bolivia. O quizás, por pura venganza, a Barcelona.
Le escribí a mi agente pidiendo una aclaración. La respuesta no se hizo esperar:
“…la novela no debe sonar tan mexicana. ¿Me explico? Has de optar por un español lo más neutro posible … la historia es la que es, pero el tema del lenguaje es BIEN importante…ha de poder leer (la novela) cualquier hispano y no saber, al leerte, de dónde procedes. Luego ya lo verá en tu bio… Sé que te encomiendo una tarea titánica, María, y que tal vez te convendría tener a un filólogo que haya hecho Hispánicas para ayudarte en la tarea de buscar vocablos que funcionen en la mayoría de países de lengua hispana…Si quieres, lee La Isla de los Amores Infinitos de Daína Chaviano. Ella es cubana, pero su lenguaje aquí no despertó ningún desconcierto.”
Desconcierto.
Lo confieso. La desconcertada con semejante respuesta fui yo. Y ahora sí no hubo luna que me bajara al indio. Pobre Daína, pensé. Ya la veía yo, borrando obedientemente los cubanismos de su novela, sólo para complacer a su editor. De tal manera que su personaje que antes “jodía” ahora “molestaba”, y la chica que antes era un “bacalao” ahora era una “flaca”, y aquél niño que “montaba guaguas” ahora “andaba en autobús”. ¡La tragedia! La novela que yo definitivamente quería leer, y que todavía quiero leer, es la versión “a la cubana”, aquella narración deliciosa que me acerca a su autora y amplía mi lengua. Sí. Esa lengua que también es mía y que, dependiendo de quién la mastique, sabe bailar danzón, cumbia, merengue y salsa además de flamenco. Me imagino que la pobre Daína tampoco es de las grandes, porque si lo fuera, como Borges, por ejemplo, o como García Márquez, el editor se hubiera tenido que tragar un pincho de argentinismos y de colombianismos con su corto de café. Sobre todo si hablamos de Gabo, en paz descanse.
Esto es lo que nos platica Eloi Jáuregui al respecto, en su artículo en la revista Crónica Viva:
“Cuando García Márquez escribió en la segunda edición de su novela ‘La Mala hora’ en 1967, en el prólogo se leía esta verdad que daba vergüenza ajena: La primera vez que se publicó esta obra, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, yo el autor, me he permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de mi soberana y arbitraria voluntad”.
¡En nombre de mi soberana y arbitraria voluntad!
O sea, y dicho a la mexicana : A la porra con los convencionalismos.
¡Qué ganas de hablar con mi autor favorito y platicar sobre el tema! Qué delicia sería poder preguntarle más sobre esas “instrucciones disciplinarias del idioma” que como bien dice Jáuregui “son entendidas por García Márquez como una matriz carcelaria que pretende aprisionar y estigmatizar ciertas manifestaciones culturales, las que han sido rechazadas por el ‘establishment’ burgués vigente, en nombre del ‘buen gusto’ y de una pretendida defensa del patrón de civilización imperante…”
Todo esto me recordó a ciertos personajes entrañables en la literatura infantil, como Mafalda. Imagínense que le hubieran pedido a Quino (Joaquín Salvador Lavado) que “neutralizara” el español de la Mafalda y quitara los argentinismos. ¡Ay! Eso sí que sería un pecado… Y me pregunto, con esa la convocatoria de escribir y publicar literatura infantil que refleje diversidad ¿qué se supone que debemos hacer los escritores con el lenguaje de nuestros pequeños protagonistas? ¿O acaso queremos agrupar a todos los hispanoparlantes e ignorar la diversidad dentro de nuestras propias culturas?
Por desgracia, aquella mañana no hubo posibilidad de hablar con Gabo sobre el tema. Mi única consejera fue la Luna.
Y así, bajo el amparo de su plateada cobija, tuve que decidir solita si podía darme el lujo de mandar a la porra a mi agente…
No les digo lo que finalmente decidí, mis queridos lectores. Sospecho que lo adivinarán cuando lean la novela. Pero les cuento que La Casa de los Secretos será publicada por Planeta en julio, con todos sus mexicanismos. Que son hartos. Pero eso sí, con un glosario de dos páginas.
"María, quítale los mexicanismos a tu novela, de otra forma aquí en España nadie te va a publicar”. Así decía el e-mail de mi agente literaria de Barcelona cuya labor, por ese entonces, era encontrarle un editor a mi segunda novela Más allá de la justicia.
Eran las cinco de la mañana y apenas me sentaba a escribir y a saborear mi primera taza de café. A esas horas insólitas de la madrugada suele visitarme mi comadre, la Musa. Mis amaneceres siempre han sido de ella. Ese día me levanté inspirada, ansiosa por continuar mi tercera novela La Casa de los Secretos – una historia de amor durante el siglo XIX. Lo último que se me antojaba era tener que pensar en aquella otra novela, la ya parida, la que tan pronto mandé a mi agente sepulté en campo santo del olvido. Pero ahora ahí estaba ella, reviviéndola con esa correspondencia que además, no entendí. ¿Qué querría decir? ¿Que hiciera yo qué???
Me quité los lentes, los limpié con la manga de mi bata, y repasé esa palabra tan peculiar: mexicanismos. El café de pronto me supo ácido. ¿Se estaría refiriendo a las majaderías de mi protagonista, Sofía, la abogada mexicana? ¡Pero si no puede hablar de otra manera! pensé, defendiéndome. Sofía es de Boca del Río, pueblo de pescadores donde las groserías son el sazón de la lengua. Quitarlas de la narración sería como guisar frijoles sin epazote. O como freír una tortilla sin patatas – para que mi agente me entendiera. Pero quizás eso no era lo que me estaba pidiendo.
Quizás el problema eran los dichos rancheros que a propósito había salpicado en el diálogo, para recalcar el punto de mi orador, y de paso, honrar a mi patria. Y eso…diríamos que es parte de mi estilo narrativo. Algo que nadie le reclama a los grandes, sean de Colombia o de China. Pero claro, yo no soy de las grandes y ahí estaba la prueba. Según mi agente, nadie en la Madre Patria apostaría por mi novela por aquello de los mexicanismos.
Se me subió el indio. Es decir: me enojé. Nunca antes había recibido comentario parecido, ni de mis lectores, ni del sinnúmero de editores (de todas nacionalidades) que han revisado mi trabajo. Pero además, si era cierto que los mentados “mexicanismos” fueran tanto problema, entonces, quería yo saber ¿cómo era que aquél mismo texto había quedado en tercer lugar del Premio Planeta de Novela? Habían competido un total de 509 novelas al galardón mejor dotado de las letras españolas, y 85 de ellas venían de Latinoamérica: 25 de Argentina, 18 de Perú, 16 de México, 12 de Chile, 9 de Venezuela, 8 de Colombia, 5 de Bolivia, 4 de Costa Rica, 3 de Uruguay, 2 de Cuba, 2 de Puerto Rico, 2 de Ecuador, 1 de Paraguay y 1 de Guatemala. El resto provenían de España. El primero y el segundo lugar lo habían ganado dos españoles, pero atrás de ellos, en tercer lugar (o la última que eliminaron) estaba Más allá de la justicia. Con todo y sus mexicanismos.
Me dirigí a la cocina cavilando el asunto. Me serví otra taza de café y salí a la terraza a consultar con la Luna, siempre serena. Suele aplacar mis humores. No tenía por qué enrollarme en mi bandera mexicana y revivir la conquista, razoné. Mucho menos cuando el consejo venía de mi agente quien, sin duda, quería lo mejor para ambas: publicar la novela.
Decidí ignorar el correo. Regresé al escritorio, encendí mis velitas aromáticas, subí la música de inspiración, y comencé una vez más a acariciar las teclas, tratando de seducir a la Musa. Pero no. No hubo manera de retroceder al año 1847, a la antigua ciudad de Oaxaca, donde acontece la trama. La palabra mexicanismo brincaba entre los párrafos, picoteando a mi comadre quien finalmente se hartó y se largó a ayudar a otro escritor en alguna otra parte del mundo. Quizás a Bolivia. O quizás, por pura venganza, a Barcelona.
Le escribí a mi agente pidiendo una aclaración. La respuesta no se hizo esperar:
“…la novela no debe sonar tan mexicana. ¿Me explico? Has de optar por un español lo más neutro posible … la historia es la que es, pero el tema del lenguaje es BIEN importante…ha de poder leer (la novela) cualquier hispano y no saber, al leerte, de dónde procedes. Luego ya lo verá en tu bio… Sé que te encomiendo una tarea titánica, María, y que tal vez te convendría tener a un filólogo que haya hecho Hispánicas para ayudarte en la tarea de buscar vocablos que funcionen en la mayoría de países de lengua hispana…Si quieres, lee La Isla de los Amores Infinitos de Daína Chaviano. Ella es cubana, pero su lenguaje aquí no despertó ningún desconcierto.”
Desconcierto.
Lo confieso. La desconcertada con semejante respuesta fui yo. Y ahora sí no hubo luna que me bajara al indio. Pobre Daína, pensé. Ya la veía yo, borrando obedientemente los cubanismos de su novela, sólo para complacer a su editor. De tal manera que su personaje que antes “jodía” ahora “molestaba”, y la chica que antes era un “bacalao” ahora era una “flaca”, y aquél niño que “montaba guaguas” ahora “andaba en autobús”. ¡La tragedia! La novela que yo definitivamente quería leer, y que todavía quiero leer, es la versión “a la cubana”, aquella narración deliciosa que me acerca a su autora y amplía mi lengua. Sí. Esa lengua que también es mía y que, dependiendo de quién la mastique, sabe bailar danzón, cumbia, merengue y salsa además de flamenco. Me imagino que la pobre Daína tampoco es de las grandes, porque si lo fuera, como Borges, por ejemplo, o como García Márquez, el editor se hubiera tenido que tragar un pincho de argentinismos y de colombianismos con su corto de café. Sobre todo si hablamos de Gabo, en paz descanse.
Esto es lo que nos platica Eloi Jáuregui al respecto, en su artículo en la revista Crónica Viva:
“Cuando García Márquez escribió en la segunda edición de su novela ‘La Mala hora’ en 1967, en el prólogo se leía esta verdad que daba vergüenza ajena: La primera vez que se publicó esta obra, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, yo el autor, me he permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de mi soberana y arbitraria voluntad”.
¡En nombre de mi soberana y arbitraria voluntad!
O sea, y dicho a la mexicana : A la porra con los convencionalismos.
¡Qué ganas de hablar con mi autor favorito y platicar sobre el tema! Qué delicia sería poder preguntarle más sobre esas “instrucciones disciplinarias del idioma” que como bien dice Jáuregui “son entendidas por García Márquez como una matriz carcelaria que pretende aprisionar y estigmatizar ciertas manifestaciones culturales, las que han sido rechazadas por el ‘establishment’ burgués vigente, en nombre del ‘buen gusto’ y de una pretendida defensa del patrón de civilización imperante…”
Todo esto me recordó a ciertos personajes entrañables en la literatura infantil, como Mafalda. Imagínense que le hubieran pedido a Quino (Joaquín Salvador Lavado) que “neutralizara” el español de la Mafalda y quitara los argentinismos. ¡Ay! Eso sí que sería un pecado… Y me pregunto, con esa la convocatoria de escribir y publicar literatura infantil que refleje diversidad ¿qué se supone que debemos hacer los escritores con el lenguaje de nuestros pequeños protagonistas? ¿O acaso queremos agrupar a todos los hispanoparlantes e ignorar la diversidad dentro de nuestras propias culturas?
Por desgracia, aquella mañana no hubo posibilidad de hablar con Gabo sobre el tema. Mi única consejera fue la Luna.
Y así, bajo el amparo de su plateada cobija, tuve que decidir solita si podía darme el lujo de mandar a la porra a mi agente…
No les digo lo que finalmente decidí, mis queridos lectores. Sospecho que lo adivinarán cuando lean la novela. Pero les cuento que La Casa de los Secretos será publicada por Planeta en julio, con todos sus mexicanismos. Que son hartos. Pero eso sí, con un glosario de dos páginas.
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